A veces, antes más que ahora, solía quedar con mi amona (abuela, en vasco) para desayunar. A ella siempre le ha gustado citarme en el Hotel San Sebastián porque queda cerca de su casa y también, estoy segura, porque representa cierto caché en la ciudad. El hotel es señorial, de cuatro estrellas, pero con suelo de moqueta beige y algunas cortinas rojas de terciopelo que lo hacen añejo y decadente. Es de esos hospedajes que aún mantienen salas grandes para reuniones y congresos, comedores refinados para quienes todavía celebran bodas al estilo clásico y mozos de equipaje trajeados. También tiene buffet libre y mi amona siempre insiste en que desayunemos así, a lo grande, desayuno por 20 euros. Yo suelo negarme porque no concibo pagar esa cantidad de dinero por los primeros alimentos del día –como si en una escala de medición de comidas, el desayuno fuese de menor envergadura que el almuerzo o la cena–, así que solemos terminar pidiendo café y croissant a la plancha en el Green Bar del hotel, que no es más que una cafetería de estilo americano.  

En esos desayunos nos enredamos en conversaciones personales, a veces profundas y otras banales, en un aire de intimidad que nunca logramos en otros instantes y espacios. De hecho, fue en una de esas mañanas cuando mi amona hizo 'clic' para siempre. Ahora, cada vez que mi abuelo –un hombre al que le ha ido relativamente bien en los negocios, un triunfador según los cánones de éxito masculino– cuenta una de sus hazañas personales o alardea de alguna de sus glorias empresariales, se le escucha de fondo preguntar con tono retórico: ¿Tú sabes dónde estaba yo en ese momento?

Un amor eterno y tóxico

El matrimonio entre el capitalismo y el patriarcado ha sido uno de los más resonados en los últimos tiempos. Hoy, son una de esas parejas que ves por la calle y piensas que el amor eterno puede ser posible. Se complementan, se adoran y su química es sobrehumana: uno se vale del otro para que reproduzca, críe, cuide y alimente a todos los engranajes de su maquinaria.

El 'clic' de mi amona aquella mañana en el Hotel San Sebastián se produjo en una charla distendida en la que comprendió precisamente esa idea de reciprocidad entre uno y otro sistema, que se concretizaba en su experiencia particular y en la relación con mi abuelo: a los 11 años, en plena posguerra española, se marchó de su casa a trabajar de empleada doméstica para una familia bien posicionada hasta que conoció a su futuro marido para continuar haciendo más o menos lo mismo.

En aquel desayuno conversamos un poco, sin profundidad y con humor, sobre la división sexual del trabajo y ella vio la luz. De pronto, sintió cierta indemnización por todo el trabajo que en silencio y sin esperar reconocimiento había hecho durante casi toda su vida. Una aparición.

Por un lado, hablamos del trabajo de producción de los medios de vida atribuido a los hombres y, por el otro, del trabajo para sostener y mantener la vida, sobre el que ella conocía todos los pormenores. Hablamos también acerca de que esta dicotomía nos lleva a muchas otras que contraponen y jerarquizan en una escala de valor lo masculino por encima de lo femenino: el espacio privado versus el espacio público, la dependencia frente al acceso a recursos económicos, la invisibilización contra reconocimiento.

Tal y como afirma Amaia Pérez Orozco, una de las referentes de la economía feminista, la división sexual del trabajo es una lógica que exige que haya trabajos invisibilizados, que no tengan acceso a la ciudadanía, que no reciban remuneración o que esta sea mísera. El capitalismo necesita y vive de esas labores invisibilizadas y residuales, pero indispensables para sostener la vida: la historia de vida de mi abuela y de tantas otras.

Por eso, la economista sostiene que "si entendemos el feminismo como un proceso de liberación de todas o de ninguna, la incorporación de las mujeres al mercado puede mejorar algunos índices, pero eso no significa que la vida mejore porque seguirá habiendo impactos negativos que se trasladan a otros sujetos, en general, a otras mujeres". Este traspaso de labores invisibilizadas y en muchas ocasiones precarizadas impacta hoy sobre las condiciones vitales de las mujeres que sufren opresiones cruzadas de género, raza y clase. En otras palabras: algunas mujeres se introducen al mercado laboral remunerado mientras otras se dedican a limpiar el baño de sus casas.

La #HuelgaFeminista se convoca para simular un mundo donde los trabajos de cuidados no se llevasen a cabo y demostrar que la maquinaria capitalista haría game over sin las millones de mujeres que en todo el mundo permanecen sosteniendo la vida en silencio. El 8M es para reclamar que la vida debe estar en el centro y que la economía debe funcionar al servicio de la gente y no la vida de la gente al servicio de los procesos de acumulación de los mercados.

Aquel desayuno marcó un antes y un después. Hoy no puedo evitar sentir cierto orgullo cuando escucho a mi amona murmurar y llamar ‘machista’ a mi abuelo. O cuando, tras años de haberse sentido poco valorada y sola, se reconoce en el devenir de la familia y aprecia el trabajo de su vida como indispensable. Sin embargo, convencerla de que se sume a la #HuelgaFeminista ha sido imposible. Es un asunto que cree no va con ella –yo me pregunto: ¿si no va con ella con quién va? – y sobre el que dice no puede pronunciarse. Hay debates que a estas alturas no merecen la pena, así que el 8M, temprano, iremos a desayunar a ese espacio pequeño de empoderamiento que hemos creado juntas en el envejecido Hotel San Sebastián. Nada mejor que eso para coger fuerzas antes de salir a las calles.